18 jul 2013

La Generación Perdida

Vuelvo a escribir en este blog desde hace más de cuatro meses. No es que no hayan faltado temas, experiencias o cosas que contar, sino que, por alguna razón, no tenía la inspiración suficiente para hacerlo. Sigo sin tenerla; sin embargo, me daba pena seguir teniendo abandonado el blog en el que llevo escribiendo -aunque de forma intermitente, como el Guadiana- desde 2009. Así que esta vez lo hago trayendo las conclusiones de un trabajo que elaboré para el máster en Estudios Europeos el verano pasado y que, desgraciadamente, no ha perdido en absoluto vigor. Se trata de un estudio sobre la llamada "generación perdida", aquella parte de la población española que desde el estallido de la crisis y a día de hoy sigue protagonizando la denominada "fuga de cerebros" que asola a esta España nuestra. Cientos de miles de jóvenes nos vemos arrastrados, cada vez con más fuerza, a la emigración. Ni licenciaturas, ni másteres, ni formación profesional ni diplomas de inglés nos ayudan a encontrar un trabajo digno y estable en el país que nos vio nacer. No es que tenga especial obsesión por vivir todos y cada uno de mis días en España -al contrario, creo que todo individuo necesita pasar algún período de su vida en el extranjero para madurar- pero me indigna que la emigración haya dejado de ser una alternativa para ser la solución.

En efecto, España asiste actualmente un fenómeno de emigración cada vez más masiva de personal altamente cualificado, en el cual el Estado ha invertido grandes cantidades que van a ser amortizadas en otros países. Un fenómeno que, lejos de responder a esquemas sencillos, cada vez gana en complejidad. Para empezar, porque el caso español rompe con la visión clásica de emigrantes de países subdesarrollados que se dirigen a potencias industriales. En nuestro caso, tenemos un país con un índice de desarrollo muy alto según indicadores internacionales, que se muestra no obstante incapaz de absorber el alto porcentaje de titulados y que atraviesa una crisis económica muy severa, manifestada especialmente en los índices de desempleo más altos de la Unión Europea. Se trataría, por tanto, de un fenómeno asociado a la crisis económica de un país del primer mundo y que, aparentemente, se reducirá a medida que la economía se recupere.

En contraste con anteriores oleadas emigratorias, la actual está protagonizada por jóvenes de entre 25 y 35 años, formados y que aspiran a encontrar un trabajo (algo difícil en España) a través del cual poder evolucionar y que garantice unas mejores condiciones de vida de las que pueden encontrarse en su país. Entre los países de destino más frecuentes destacan las economías más avanzdas del continente, como Alemania, Francia, Reino Unido o Noruega, además de economías en auge como Polonia o República Checa. Todos estos países requiere de perfiles técnicos.

El punto más problemático del fenómeno se encuentra, no obstante, en las consecuencias de la fuga de cerebros sobre la economía española a corto y largo plazo. La visión general apunta a que en estos momentos está suponiendo un desahogo para la maltrecha economía nacional, ahogada por las cifras de desempleo, además de ofrecer oportunidades a los titulados y parados españoles, que a su vuelta habrán adquirido nuevas capacidades que a buen seguro dinamizarán y mejorarán el sistema productivo español. El problema radica, sin embargo, en que esa fuga de cerebros se haga constante en el tiempo y loe emigrados no regresen. En este caso, se perdería a toda una generación (precisamente la mejor preparada) necesaria para modernizar y hacer avanzar a la economía española, a la vez que ésta quedaría cada vez más obsoleta y más alejada de las naciones de destino.

Lo que sí queda claro es que los diferentes gobiernos que se han tenido que enfrentar a la crisis no están haciendo nada por recuperar a esos cerebros fugados; al contrario, están recortando en las partidas destinadas a educación e I+D e incluso están motivando a los jóvenes titulados a que busquen empleo en países vecinos.

6 feb 2013

¡A Praga!

 Otro 8 de febrero que voy a la búsqueda del frío centroeuropeo. Como el año pasado, un día antes de mi cumpleaños vuelo hacia el este para pasar allí tres meses. Esta vez a Praga, y no de Erasmus, sino de Hércules; es decir, prácticas profesionales en una empresa.
A dos días de la partida tengo una mezcla de sensaciones. Por una parte, me siento absolutamente afortunado por haber sido seleccionado para un programa que han solicitado miles de desempleados andaluces, que -de momento- está siendo impecablemente organizado y que, a la vuelta, mejorará considerablemente mi currículum. Además, todo sea dicho, viviré en una ciudad que, aunque sólo pude disfrutar un día, me enamoró. Pero por otra parte, y al contrario que cuando el año pasado me fui a Cracovia, no puedo dejar de sentir cierta pereza y pocas ganas de abandonar mi país y Córdoba, una ciudad que cada vez la siento más mía. Supongo que será una reacción normal, y que una vez allí seré consciente totalmente de la oportunidad que tengo. Pero de algún modo sé que ésto es un preludio de lo que me espera y lo que espera a toda una generación de españoles formados, con ganas de trabajar y a los que España no nos da demasiadas oportunidades. Por supuesto, un programa de prácticas no tiene nada que ver con la crisis y el desempleo, ya que es útil incluso en épocas de bonanza; pero poco a poco se van convirtiendo en una toma de contacto y un trampolín para abandonar el putrefacto país.
Y, en medio de todo esto, me doy cuenta de que no quiero ser uno más que abandone el barco. Prácticas, becas, estancias; todas las que vengan. Pero, aunque a veces he dicho lo contrario, cada vez tengo más claro que pertenezco a este país, con sus luces y sombras, sus virtudes y defectos pero, al fin y al cabo, mío. Y si los españoles nos negamos a sacarlo adelante, nadie lo hará por nosotros.
Por todo ello espero que mi estancia en Praga sea, cuanto menos, tan gratificante como lo fue la de Polonia, que a la vuelta venga mejor preparado y, aunque suene grandilocuente, con más ganas que nunca de trabajar en, por y para España. Un país con tanta gente y tanto talento no puede eternamente vivir en el abismo. Aunque cueste, la mejor -o, al menos, la primera- fórmula para remontar es el optimismo y la confianza. A partir de ahí, estoy seguro, este país verá otra vez la luz y sus ciudadanos podremos sentirnos orgullosos no de España, sus políticos o sus empresas, sino de nosotros mismos.
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